OSCURIDAD - PRIMER CAPÍTULO

Este capítulo se escribió en 2021, pero fue actualizado en agosto de 2023.

El hombre estaba acostado, o semi acostado. No estaba consciente de ello, ni de absolutamente nada. Miraba en su derredor, pero nada podía ver. Intentaba decir algo, pero no podía mover los labios. Intentaba moverse, pero no tenía fuerzas siquiera para mover una pierna o un brazo; ni siquiera para mover un dedo o el cuello. No sabía dónde estaba ni cuánto tiempo llevaba en el mismo sitio. Había un silencio absoluto. Trataba de recordar, pero no acudían recuerdos recientes, sólo recordaba su vida de mucho antes, en un pasado muy lejano. Además, esos recuerdos no eran muy nítidos, tampoco. Creía ver una luz, tal vez, muchas luces. Poco a poco se iba abriendo una especie de grieta en su mente, como una minúscula ventanilla. Por esa abertura se iban deslizando algunos recuerdos intermitentes, como relámpagos, a veces. Otras, con lapsos de tiempo un poco más prolongados. Recordaba una noche, mirando el cielo estrellado, sin recordar dónde. ¿Cuánto hacía desde entonces? Su mente se borraba de nuevo, su memoria lo abandonaba. Oía ladridos de perros, muchos perros, a lo lejos y muy cerca, de todos lados, como un concierto de esos animales, con un solo escenario y él como único público, en el centro de una circunferencia. Oía ladridos de todos los tonos posibles y daba la impresión de que, como en un concierto, tenían un director que les indicaba las notas graves o agudas. No había melodía, pero sí una especie de orden, una especie de compás, que se repetía con cierta similitud. Algunos ladridos eran más altos, otros, más bajos. Ladridos y más ladridos. Nada parecía interrumpirlos. Sólo se oían esos gritos de perros, nada más en ese inmenso círculo. Pero no era de tiempo reciente, era muy lejos en el tiempo. Poco a poco fue asociando esa escena, de cuando era aún un adolescente; podía recordar que caminaba por un descampado, dejando tras de sí la Población Roosevelt, dirigiéndose a la Población Pudahuel, ambas ubicadas a las afueras de la ciudad de Santiago, Chile. Podía distinguir muchos grupos de estrellas, como las Tres Marías: Altinak, Alnilam y Mintaka. Desconocía en absoluto el nombre de las doce constelaciones, pero se imaginaba cientos de formas, uniendo una estrella con otra. Cuando miraba esas estrellas no se imaginaba que la luz de la estrella más cercana (después del Sol) tardaba más de cuatro años luz en llegar a nuestro planeta y que la de las estrellas más lejanas tardaban más de miles  de años luz; por lo tanto, los parpadeos de esos lejanos astros son los que se produjeron hace muchísimo tiempo, que lo que él veía era el pasado. Por lo tanto, cuando miramos hacia el cielo estamos viendo el presente y el pasado y lo que vieron nuestros ancestros era casi el mismo pasado que vemos nosotros. Algunas o muchas de las estrellas que vemos, es posible que ya no existan. Sería imposible, incluso para un astrónomo, saber qué estrellas existen y cuáles no. Quizá nunca ser humano alguno pueda saberlo, aunque se logre un extraordinario avance científico y tecnológico, muy superior a los conocimientos y tecnología actual. Nuestro mundo cercano es muy pequeño y va a velocidad muy lenta, comparado con las velocidades a las que se mueven las galaxias en la expansión del universo, de 73 millones de kilómetros por segundo por millón de parsecs.

La escena que le traía la memoria era tan real que parecía suceder en ese mismo instante. Muchas otras escenas desfilaban por su mente y le permitían aliviar su actual situación, encerrado (suponía) en un lugar que era imposible de situar. Lo de los perros era de cuando había mirado las estrellas; le parecía volver a ver aquel firmamento infinito, iluminado, a pesar del aislamiento. Más allá, mucho más arriba, había oscuridad. Todo era negro, no azul, como se refleja en obras artísticas, sobre todo en pinturas religiosas. Era un paisaje maravilloso, estrellas por todo el cielo, que atenuaban, pero no eliminaban la densidad de aquella inmensa negrura. Sabía que mucho más allá había más estrellas, que formaban parte de millones de galaxias. Había agujeros negros, materia y antimateria, nubes de gases incandescentes, restos de estrellas y galaxias que se habían desintegrado y que volverían a formar nuevos cuerpos: nuevas estrellas, cometas, asteroides y planetas. Todo aquello se movía por el espacio, de forma muy sincronizada y a velocidades que eran imposibles de comprender por la mente humana. Era lo mismo que sucedía con los cuerpos orgánicos y elementos inorgánicos, que se transformaban constantemente, eternamente.

En un punto se distinguía la luna llena, como reina de los astros que titilaban en la esfera negra. Esta se mostraba majestuosa, redonda, con una luz blanca, muy fija y potente. Las estrellas, sin embargo, parecían encenderse y apagarse continuamente, aunque nunca del todo. Más tarde podría distinguir las distintas constelaciones, cuando las mirara, junto a sus amigas Rosa y Cleopatra, paseando por la Alameda o sentados en un banco, comentando sus historias recientes -saliendo de la escuela nocturna, en un liceo de la parte sur de la ciudad- los posibles romances, como el de la chica más bella de la clase con el profesor más joven y jovial, al que los bromistas de la clase habían bautizado con el nombre "fonema", por sus divertidas explicaciones de lingüística y castellano. Otros temas eran más profundos, como la existencia o no de Dios o las desigualdades en la sociedad y muchas otras cosas, basadas en la vida real que ellos experimentaban. Cada uno tenía su teoría sobre las causas de las desigualdades y cuáles deberían ser las soluciones. También se adentraban en temas filosóficos, sin que siquiera uno de ellos hubiera leído jamás algo escrito por Kant, Spinoza, Nietsche o Descartes. Sus escasos conocimientos tenían base en lo poco que les habían enseñado en la escuela nocturna sobre los filósofos griegos o lo que ellos mismos imaginaban que era filosofía, lo que habían aprendido con personas que militaban en partidos políticos o que tenían más experiencia social. De hecho, gran parte de lo que nuestro protagonista sabía se lo habían transmitido los sacerdotes católicos de la escuela primaria, los profesores de una escuela vespertina (también católica) y los camaradas del partido político en el que se había inscrito, el Partido Demócrata Cristiano. Tenía mucha fé en el líder Eduardo Frei Montalba, por quien saldría a gritar por las noches con sus "camaradas" de la Juventud DC. Entonces no tenía idea absoluta de que ese partido había tenido sus orígenes en falanges fascistas. Sin saberlo, estaba tan cerca de Dios y, al mismo tiempo, tan cerca del infierno.

Una frase de Cleopatra de aquella época, cuando surgió una de las tantas discusiones sobre qué ideología era mejor o más conveniente para el desarrollo de la sociedad y el bienestar del pueblo fue "no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a tí". ¿Por qué había citado esa frase? No recordaba si era cuando hablaban de religión o de filosofía. Pero era lo que ella consideraba su lema. La frase es atribuida a San Agustín, pero en realidad tiene su origen en proverbios egipcios, que muy posiblemente fue copiada de escritos más antiguos, de los sumerios. En la Biblia se transformó la frase: en el evangelio de San Mateo se la usa al revés, aunque con el mismo significado.

Cleopatra, mejor dicho Cleíto, como la llamaban sus amigos, era la que más buscaba respuestas, con preguntas aparentemente muy sencillas, pero profundas. Rosa era más espontánea, decía lo que sentía y no le importaba mucho preguntarse cosas que nadie entendía, ya tenía un bagaje de preguntas a las que les había encontrado respuestas y no quería atormentarse más con nuevas interrogantes, prefería llenar lagunas con sus propias conclusiones, de acuerdo a lo que ella imaginaba. El muchacho prefería encontrar respuestas en las creencias cristianas o de otras religiones, reflejadas en la Biblia o en otros escritos sagrados, aunque hubiera muchas contradicciones que en ese momento no percibía o se negaba a percibir. Si bien es cierto ya no era católico, seguía actuando y pensando como tal. Los tres jóvenes formaban un grupo muy peculiar, que compartían conocimientos, experiencias y anécdotas, todo acompañado de pícaras y cómplices miradas, suspiros y risas. 

También había tenido conversaciones profundas con su amigo Antonio, cuando tiempo antes estudiaban juntos en el Liceo Vespertino Luis Campino, dependiente de la Universidad Católica. Después de salir de clases iban al Cerro Santa Lucía, donde paseaban por las hermosas escaleras y senderos iluminados, o se sentaban en los bancos de madera y hierro, para estudiar filosofía o historia. Antonio era un muchacho alto y elegante, vestido con un pantalón de buena tela, bien planchado y camisa blanca, de cuello perfecto, que contrastaba con la compañía de nuestro protagonista, muy corto de estatura, con ropas desgastadas y arrugadas, con zapatos y calcetines raídos. 

¿Qué había sido de Antonio? ¿Qué había sido de todos los amigos de su juventud? ¿Qué había sido de todos sus amigos de la adolescencia? Nunca fueron muchos, pero eran buenos. Algunos habían sido sus confidentes o compañeros de desgracias y alegrías. ¿Qué sería de Carlos y de Álvaro o de Mirella? ¿Qué había sido de todos sus amigos de la Universidad, a quienes nunca más volvió a ver después del Golpe Militar de 1973? ¿Cuántos de ellos estaban vivos aún? ¿Cuántos habían perecido ya el mismo 11 de septiembre o en las semanas o meses siguientes? ¿Volvería a ver a algunos de ellos algún día? Era poco probable que existieran porque eran mayores o de su misma edad. De haberse salvado, habrían fallecido por enfermedades que afectaban a la gran mayoría de la población, como en todo el mundo. ¿Qué edad tenía él mismo? Los últimos recuerdos eran de cuando tenía 75 años. Ahora era imposible saber qué edad tenía, ni siquiera sabía qué apariencia tenía, si era gordo o delgado, si aún tenía cabello en la cabeza y de qué color, posiblemente lo tenía de color blanco y serían muy escasos. Le habría gustado tener luz y un espejo, para satisfacer su curiosidad, saber un poco sobre su estado físico y su apariencia. Aunque más le gustaría tener era un poco de agua, alguna fruta o un trozo de pan, una cucharada de miel.

Tenía el recuerdo de aquel día de septiembre y en su mente vislumbraba la figura de un conocido muchacho, uno de tantos que en muchas ocasiones se habían acercado al improvisado puesto de venta de libros en los jardines del Campus de la Universidad Técnica del Estado, donde nuestro protagonista exponía libros de la Editorial Quimantú. El muchacho era alto, desgarbado, se movía con cierta torpeza, con una mirada un tanto perdida, era muy amable y le gustaba conversar sobre los libros expuestos. Nunca tomó partido por alguno de los bandos que se enzarzaban en eternas discusiones sobre dialéctica, materialismo histórico, economía y otros asuntos de actualidad. En el puesto habían libros  de escritores  norteamericanos, rusos, franceses, españoles y de muchos otros países, que se vendían a precios que estaban al alcance de toda la gente. Eran cientos de libros de literatura universal, pedagogía, psicología, economía y de política, cuya mayoría fueron prohibidos por la dictadura militar y fueron amontonados en  las calles y quemados en hogueras, como se suele hacer en los regímenes fascistas. Para los seguidores de Augusto Pinochet  y sus cómplices no bastaba con aniquilar al adversario, había que destruir también las ideas, había que fomentar las ideologías neoliberales y religiosas, la moral cristiana, la "democracia".

Aquel muchacho del que no supo jamás su nombre ni si era simpatizante de algún partido, que frecuentemente participaba en las discusiones  que surgían frente al puesto de libros, había sido acribillado en esos mismos jardines, antes de que los militares entraran a las aulas de la universidad, matando y apresando a cientos de estudiantes y profesores que cometieron el error de refugiarse allí, esperando poder ir a defender al gobierno. Allí había un anfiteatro, donde militantes y simpatizantes del Partido Comunista se habían reunido, en espera de ayuda. Fue en ese lugar donde fueron apresados muchos estudiantes y profesores, que fueron trasladados a distintos estadios, donde fueron vejados y/o torturados o asesinados, como fue el caso del cantante popular y profesor Victor Jara, que fue arrestado y después de unos días de terribles torturas lo asesinaron y dejaron abandonado en una calle. Así fue como se aniquiló a muchos militantes o simpatizantes de izquierda, se los asesinó y se los dejó en las cunetas, para que se creyera que habían sido víctimas de reyertas o asaltos por parte de delincuentes. A otros los tiraron desde helicópteros al mar, tal vez la forma más sofisticada para hacer desaparecer cuerpos.

La noticia se la había dado otro estudiante que vivía en una  población de San Bernardo, muy cerca del cerro Chena, donde nuestro protagonista también vivía. Ese estudiante había logrado escabullirse y esconderse entre los arbustos hasta que los militares abandonaron el recinto, al día siguiente. No recordaba bien si la conversación había sido el 12 o el 13 de septiembre, porque el chock que provocaron esos sucesos habían provocado confusión en las mentes de muchas personas. Le contó cómo le habían disparado, cuando había abierto los brazos por delante de su cuerpo para explicarles a los militares que él no había hecho nada y que solo estudiaba en la Universidad. Ese fue su error, inclinar los brazos hacia adelante, en lugar de ponerlos detrás de la nuca y tenderse en el suelo, boca abajo. Para los militares ese gesto se podía traducir en amenaza. Una ráfaga de ametralladora automática lo lanzó por los aires y su cuerpo, atravesado por las balas, cayó al suelo. Otras tantas balas lo perforaron cuando ya había caído, como si no hubiera sido suficiente con las que lo tumbaron de bruces, ya sin vida. El estudiante que le había dado la noticia sobre ése y otros sucesos en aquellos jardines, además de su milagrosa salvación, había narrado todo aquello zollozando, con tanto nerviosismo que apenas podía estar en pie. Finalmente dejó de hablar, ya no podía hacerlo, porque sus palabras se enredaban entre hipo y sollozos; se fue a su casa, no sin antes rogarle a su amigo que no se le ocurriera volver a salir con los libros, que se cuidara. Nuestro protagonista había abandonado esos jardines solo unas horas antes de que venciera el plazo para el toque de queda, declarado para las tres de la tarde. Él también se había salvado por milagro, o como él mismo solía decir, por haber sido cobarde, por no haberse quedado a luchar. Muchas veces habría querido viajar a su país natal y averiguar qué les había pasado a sus compañeros y amigos. Pero se había prometido a sí mismo jamás volver a un país que ya nunca sería lo que él quiso cuando era joven. 

No sentía dolor alguno, sino una especie de hormigueo en sus miembros. Lo que sentía era frío, un frío muy húmedo, como el frío que había sentido en una mina de la sierra peruana, cuando había acompañado a un pastor evangélico y su esposa, ambos de apellido Fonseca, para vender biblias a los mineros. Los tres trabajaban en ese entonces para la Fundación Católica, una empresa norteamericana que tenía sucursal en Chile y vendía Biblias en Perú. El matrimonio lo había convencido para que viajaran juntos y así podían repartir los gastos de transporte y estadía. Al ser tres personas podían obtener un precio más bajo, todo se dividiría en dos partes: una él y la otra, la pareja. Luego podrían vender muchas biblias gracias a la gran elocuencia con la que podía hablar el pastor, que predicaba su doctrina y al mismo tiempo vendía biblias de otra religión, se mezclaba la religiosidad con el negocio. Lo más adecuado habría sido que el pastor y su esposa vendieran biblias de su propia religión, no las de otra. Pero de lo que se trataba era de ganar dinero. Bien visto esto, no era correcto. Como suele suceder, creían en una religión, en su Dios y le gritaban su amor en las sesiones de su iglesia, se golpeaban el pecho y se acusaban a sí mismos de ser pecadores. El joven había sido invitado a su iglesia y solo acudió una sola vez. Le había bastado con esa sola vez. Le habían impactado aquellas falsas muestras de arrepentimiento, esos gritos desgarradores de todos los asistentes, como si estuvieran en un manicomio.

¡Perdón señor por mis pecados, perdón por haberte ofendido, perdón, oh señor mío! ¡He sido malo, me he dejado tentar por el diablo, perdóname, perdóname!  

Esas y otras frases se repetían sin cesar y parecía una competición de gritos, para ver quién gritaba más y quién lloraba más. Sus caras estaban encendidas y sus manos iban y volvían contra sus pechos o sobre sus cabezas. Poco a poco, el sudor cubría esas caras con brillantes ojos que sobresalían en esa humedad de lágrimas y sudor. Después de la sesión todos volvían a su vida normal, cometiendo todo tipo de "ofensas" a su Dios, como se pudo comprobar más tarde.

Para nuestro protagonista, eso de vender biblias también era incongruente, por su condición de agnóstico. Pero necesitaba trabajar en algo, era un trabajo que le había conseguido un amigo que antes era su proveedor de libros en Chile, cuando vendía libros de Quimantú. El caso es que los libros eran de buena calidad, con ilustraciones bellísimas, copias de grandes obras de pintores famosos y el papel era tan resistente que, pese a que pesaban un par de kilos, se los podía sostener por una de las hojas centrales, agitar hacia arriba y abajo, sin que se rompieran. ¡Vaya, que bien se podía decir que aquello era un milagro! Era una de las tácticas de venta que se usaban para demostrar la calidad del producto. La gente, por lo general trabajadores de escasos recursos económicos y bajo nivel intelectual, quedaba maravillada cuando se les mostraba esa prueba de resistencia, que agregaba algo mágico a la combinación de belleza y sacralidad. En las montañas donde estaba la mina que visitaron había mucha humedad. Esa humedad y la alta presión por la altura de 4000 o 5000 metros, a la que no estaba acostumbrado, afectó mucho el estado físico del joven. Por eso esa experiencia no había sido muy agradable para él porque, además de eso, el matrimonio vendió decenas de biblias y a él no le dieron la oportunidad de vender siquiera una. Astutamente, la pareja se aseguró de acaparar completamente la atención de los mineros, los cuales hacían una fila para firmar los contratos de venta, pues los libros se vendían a plazos, sin siquiera dar un adelanto. A él lo dejaron a un lado, dándole palmaditas y muchas sonrisas. Cuando regresaron a Lima se felicitaron por las grandes ventas y le dijeron que ahora ya había aprendido su técnica de venta y la próxima vez, él también podría vender algunos libros. El caso es que esa "próxima vez" nunca llegó. Habían, eso sí,  sido muy amables con él, porque le ayudaron a cargar de vuelta con las biblias qué él no había vendido.

Había olor a hongos, a tierra húmeda, como la tierra de una casa en Valparaíso, la casa de su tía María. Involuntariamente asociaba esos olores con la casa del Cerro Aduana, en la  calle Artillería. A ese olor nauseabundo, de hongos y tierra de montaña se sumaba el olor a gasolina o queroseno y a dos jaibas que sabían a esos combustibles. Su tía había comprado esos crustáceos para él con mucho cariño, sin duda. Pero era imposible comer esos animales. Seguramente habían sido capturados en los muelles del puerto, muy cerca de los barcos que allí atracaban. Ya en aquella época había contaminación en los océanos, especialmente en las orillas del mar, cerca de los puertos. La señora María se había enfadado mucho con el enclenque muchacho, que había despreciado su regalo. No creía que los cangrejos supieran a combustible, pero tampoco los probaba ni olía, para comprobar si el niño mentía. Siempre actuaba de la misma forma, como la gente de su edad, siempre tenía razón y el muchacho -según ella- era ensimismado, terco y mentiroso. "Güeno puh, si no te comij las jaibaj, tampoco vai a comer naa maj puj, hoy no hay comía pa' tí". El muchacho debía resignarse, sin rechistar. Si lo hacía, se arriesgaba a recibir una bofetada o una ruidosa e interminable reprimenda. ¡Y con lo que le gustaban a él esos crustáceos! Eso sí, sin sabor a queroseno. A la jaiba también se la llamaba pancora, que era un tipo de cangrejo de agua dulce. En este caso se trataba, probablemente, de otro tipo de cangrejo, porque era de agua salada.

¿Por qué enclenque? Es así como lo veía su propia madre, los profesores y amigos o parientes. Era un niño débil, enfermizo, poco ágil. Caminaba con mucha parsimonia y con la mirada fija, hacia adelante. Daba la impresión de que estaba siempre ausente, apenas hablaba. Cuando lo hacía, se ruborizaba con frecuencia. Le daba vergüenza hablar, porque siempre creía que cometería un error, que diría algo equivocado. Lo que más le preocupaba era que podía decir una palabrota. En esa época de su vida era muy religioso. Quería ser como esos santos de los que tanto había leído en revistas de la iglesia o de lo que le contaba su madre. Los santos eran perfectos y él quería ser perfecto. Decir una grosería era, para él, un pecado muy grave. Creía que Dios, que estaba en todas partes y veía todo lo que hacía  lo juzgaría por cualquier "mala acción" que cometiera. Cuando era más pequeño, muchas veces no jugaba, porque no quería romper sus únicos zapatos que tenía ni su ropa, que tampoco era mucha. Sus zapatos raramente estaban intactos, casi siempre tenían agujeros en la zuela, por los que entraban guijarros, polvo y agua. Aun así temía ensuciarlos. Quería llegar a su casa con toda su ropa impecable, aunque casi nunca lo conseguía. Tenía miedo de que Dios le quitara puntos o méritos; quería asegurarse un lugar en el cielo cuando muriera, junto a los santos y al Todopoderoso. También tenía miedo de que su madre lo castigara. Ella quería que siempre estuviera limpio, era un sacrificio muy grande para ella lavar la ropa, inclinada sobre una artesa o arrodillada junto a un arroyo, restregando con una escobilla de cerdas y madera. Sin embargo, no había día que no recibiera latigazos o coscorrones, por mucho que se esforzarse en no cometer errores que desataran la ira de su progenitora.

Cuando los recuerdos desaparecían, o cuando volvía a despertar, intentaba descubrir algo en aquel sitio solitario. ¿Era una cueva? ¿Era el sótano de un edificio? ¿Era una choza, en un bosque? Esto último no era posible, se oiría gruñir animales o trinar de pájaros, o el canto de grillos. Era imposible describir el lugar, ni siquiera intuir algo. Se sentía muy fatigado y tenía sed. El estómago le dolía, o eso le parecía. Curioso, antes le dolía más que ahora, desde la última vez que había despertado, o creía haber despertado. Sus intestinos parecían revolucionados, sonaban continuamente. Parecía que se había abierto un hueco en sus entrañas y que sus tripas querían separarse del cuerpo.  ¿Desde cuándo no comía?  ¿Cuándo fue la última vez que había bebido algún líquido? Cuándo, dónde y por qué eran preguntas que se repetían una y otra vez. El espacio y el tiempo parecían haberse detenido en aquel lugar.  ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Acaso tenía algún sentido preguntarse todas esas cosas? Lo importante era encontrar una solución. ¿Pero, cómo? De pronto tomó conciencia de que no importaba si abría o cerraba los ojos. Daba lo mismo, porque era imposible ver nada. Había una oscuridad que nunca antes en su vida había conocido. Por lo menos, eso suponía, puesto que no podía recordar más que cortas escenas de su lejano pasado. Y el silencio hacía esa oscuridad aún más intensa. ¿Sabía alguien que estaba allí? ¿Lo vendrían a buscar? ¿Había ocurrido un accidente? ¿O alguien lo había llevado hasta allí a propósito? ¿Qué sentido tendría un secuestro, en tal caso? Sabía que tenía enemigos. Sin embargo, por muy salvajes que fueran tales enemigos, lo más práctico para ellos habría sido matarlo o darle un duro castigo, una paliza. Pero dejarlo allí, sin comida, sin agua y sin explicación ninguna, sin indicios de algo que pudiera hacer entender lo que le pasaba, era algo absurdo. A menos que, de alguna manera, cuando era maltratado y a causa de las torturas hubiera perdido la memoria, como le había ocurrido cuando era muy joven. Tal vez la idea era dejarlo abandonado, para que muriera de hambre. Su captor, o sus captores, tal vez no se dieron cuenta de que había sufrido amnesia y por eso no se preocuparon de hacerle recordar, a posteriori, de que eso era un castigo. ¿Habría sido testigo de algún delito grave y por eso se habían deshecho de él en esa forma? No le habían pegado, suponía. No sentía dolores, por lo tanto, no estaba herido, o eso creía. Tal vez tenía alguna herida, pero no se podía palpar para constatarlo; estaba como petrificado, paralizado. ¿Había sido dañada la columna vertebral, por una caída o por un golpe, o simplemente, estaba aturdido? Un aturdimiento no dura mucho, ¿Qué le impedía reaccionar? ¿Por qué no se podía mover? ¿Había llegado solo a ese lugar y se había perdido? Más de alguna vez en su vida había estado perdido en alguna caverna o en un bosque. Pudo haber tropezado con una piedra u otro obstáculo. Muchas veces se arriesgaba a caminar en lugares desconocidos, explorando, investigando, experimentando. Tanto en Chile, Suecia, España, Venezuela, Cuba o Perú había recorrido distintos sitios, a pesar de que mucha gente le advertía de los peligros de ir solo a esos lugares. En ese momento se imaginaba miles de cosas que le pudieron suceder, por un error suyo o por intervención de otras personas o de la Naturaleza. 

Cuando se está mucho tiempo sin comer, especialmente si no se bebe agua, el organismo no recibe los nutrientes necesarios para su metabolismo. A causa de ello empiezan a ocurrir una serie de procesos orgánicos, hasta llegar a un estado en que la mente se nubla y se pierde la noción del tiempo y el espacio, sobre todo si hay oscuridad y silencio. El cerebro intenta comunicarse con el resto del cuerpo, pero la comunicación se ve interrumpida, en parte, porque muchas células madres y las neuronas ya no se pueden recuperar y porque las que se mantienen en funcionamiento no son capaces de llevar los impulsos eléctricos necesarios a las articulaciones y músculos. Si bien el organismo puede pasar muchos días sin ingerir alimentos, si hay falta de hidratación, la debilidad se ve agravada enormemente. Las reservas de grasa se van agotando, aunque puedan durar varias semanas. Pero si no se bebe líquido sólo se puede sobrevivir entre dos y cuatro días. En el caso de este hombre, abandonado o perdido en un lugar tan lúgubre, él mismo no sabía cuánto tiempo había estado en ese cautiverio voluntario o forzado. Ni siquiera tenía noción de la hora, ni si era de día o de noche. Por lo tanto, no podía saber en qué etapa de inanición se encontraba ni qué posibilidades tenía de sobrevivir. Era posible que ya no le quedaran más que horas o minutos de vida.

El cautivo intentaba entender qué había pasado, buscaba en su interior, en los rasgos de su personalidad. Quizás en su forma de ser estaba la respuesta, algo que había afectado a terceras personas. Necesitaba alguna pista. Sabía que era reservado, una especie de lobo solitario, aunque sentía mucho respeto por sus congéneres. Por lo general, se lo consideraba carismático, pero mucha gente lo catalogaba como huraño y de mal humor. La verdad es que esto último era verdad y lo había heredado de su madre y del entorno en el que se había desarrollado en su niñez. No obstante, sus rabias duraban muy poco y nunca sentía rencor por nadie. Eran, más que nada, impulsos de los que muchas veces se arrepentía, pero no siempre alcanzaba a disculparse y quienes habían sido afectados no podían saber cómo era, en realidad. En cuanto a personas violentas o desagradables, si tenía diferencias con ellas, intentaba mantener distancia, se alejaba. Quería evitar conflictos y enfrentamientos, pero nunca deseaba mal a las personas que lo denigraban, amenazaban o insultaban. Buscaba en sus recuerdos más pistas, trataba de recordar personas con las que no se llevaba bien, incluyendo a aquellas que le debían dinero, con quienes se había enemistado cuando intentaba recuperar lo que le correspondía. Había conocido a mucha gente que reaccionaba violentamente porque se sentían ofendidas, en lugar de reconocer que eran culpables de ofensas, deudas o delitos. Por ese motivo, en muchas ocasiones, una discusión casi insignificante podía transformarse en reyerta o agresión. Pero con sus cavilaciones sólo obtenía pingües resultados. No podía recordar nada semejante que hubiera ocurrido durante el último tiempo. ¿En qué país estaba? ¿Había viajado durante los últimos meses? Había un solo país en la tierra donde más de alguna vez sintió que su vida estaba en peligro. Sucedió en Venezuela, específicamente en la ciudad de Maracaibo. Muchas veces había visto odio en los rostros de algunos vecinos, que lo miraban con recelo porque sospechaban que era chavista. Uno de ellos había sido empleado de PDVSA, empresa estatal venezolana, había participado en el Paro Petrolero y sabotajes que ocasionaron pérdidas económicas y muertes entre 2002 y 2003. A causa de eso fue despedido de esa empresa. Desde entonces era mantenido por su esposa y su suegra. Muchos ex funcionarios de oposición sentían un enorme rencor contra el Gobierno de Hugo Chávez, porque éste les había privado de sus privilegios o porque intentaba impedir que siguieran haciendo sabotajes que afectaban a toda la población.

Pero hacía tiempo que había dejado a un lado los planes de volver a ese país, aunque tenía allí a una hija, a la que no había visto durante muchos años. Al poco tiempo de regresar de ese país, mucha gente murió, por intentar romper las barreras que ponían las bandas de delincuentes alentados por Voluntad Popular (partido político dirigido por Leopoldo López) en las calles, para impedir que la gente saliera de sus casas. En más de una oportunidad, cuando hacían sonar las cacerolas, algunos vecinos lo hacían junto a la pared en donde estaba su dormitorio. Las hacían sonar con mucha fuerza, como si quisieran romper la pared con el sonido. Abrazando a su hija y la madre de ésta, se mantenía en silencio, tratando de entender por qué esa gente sentía tanto odio y por qué lo proyectaban contra otras personas, únicamente porque no pensaban de la misma forma que ellos. Lo peor para su familia vino después, cuando él ya no estaba allí, entonces los delincuentes de VP quemaban basura, neumáticos y árboles que arrancaban de las aceras. El humo de las hogueras penetraba en las casas y la gente apenas podía respirar. Nadie podía salir siquiera a comprar medicinas ni comida. Además de la gente degollada o muerta a tiros, mucha gente murió en sus domicilios, por enfermedades que no podían curar, a causa del terrible asedio. Las bandas terroristas ponían cables de acero que atravesaban algunas calles. Era muy difícil verlas y en la noche, más aún. Si algún motorizado intentaba pasar por una de esas calles, chocaba con los cables a la altura de su cuello y la muerte era instanstánea o recibía graves heridas. Si lograba evitar los cables podía caer en una de las zanjas que los delincuentes habían hecho en la calzada o en una barrera. Los impedimentos eran muchos. Si lograba evitar todos esos obstáculos podía ser atrapado por uno de los grupos (de muy pocas personas, pero bien armados de palos y hierros o cuchillos). El resultado era sufrir una paliza o, incluso, ser quemano vido. Por supuesto, nada de esto se sabía en otros países, donde los medios de comunicación ocultaban esos crímenes y culpaban constantemente al gobierno de todas las víctimas.

Sepultado allí en su celda, por llamar de alguna manera al lugar en donde se encontraba, a veces podía reflexionar con cierta lucidez y sentía que renacían sus fuerzas, más no quería esforzarse innecesariamente. Trataba de ahorrar la poca energía que le quedaba, intentaba asirse a alguna esperanza de vida, a alguna forma de encontrar una salida. Sumaba todas las posibilidades e intentaba estudiar las características del lugar. Había algunas pistas que podían ayudarlo, pero faltaban muchas otras. En primer lugar, hacía frío, lo que le indicaba que estaba en un sótano, muy por debajo de una edificación. Ya había descartado que fuera una cueva, donde debería circular aire. Por muy profunda que fuera ésta, algún aleteo de murciélago o el sonido de una gota que cae sobre una estalagmita podría llegar hasta sus oídos. No había corriente de aire que le permitiera orientarse hacia algún lado. El olor a moho parecía estar en todo el recinto, por lo que no podía ubicarse hacia qué lado había una pared, puerta o ventana, si las hubiera. Sus reflexiones no eran suficientemente largas. Se desvanecían continuamente, como sucedía con sus recuerdos. El silencio y la oscuridad parecían aplastarlo, llegando a desear que la muerte lo liberara de ese suplicio.

La muerte era una salida que quizo elegir cuando tenía unos veinte años. Entonces pasaba por una etapa muy difícil, a causa de no recordar nada de su pasado. El no recordar su propio nombre o lo que había hecho antes en su vida lo había sumido en una profunda depresión. Fue entonces cuando tomó un frasco de calmantes, que creía lo ayudarían a morir. Fue un intento fallido. Ahora se preguntaba si no hubiera sido mejor haber muerto ya en esa época. La cantidad de tabletas molidas que había puesto en un vaso de agua no habían sido suficientes, tenía que haber puesto dos frascos y no sólo medio frasco como había hecho. Así habría evitado todos los sufrimientos posteriores, aunque tampoco habría disfrutado de todas las cosas bellas, que seguro había muchas en su pasado, eso lo podía intuir por los escasos recuerdos de momentos de dicha. Era difícil sopesar los pros y los contras de una muerte a tan temprana edad. Un sobrino suyo lo logró unos años después. Nunca supo cómo lo hizo, porqué ni en qué circunstancias. Tampoco recordaba el nombre del muchacho, posiblemente Carlos, y lamentó no haber hecho algo para ayudarlo. Fue el único de sus siete sobrinos que tomó contacto con él. Le escribió una carta para pedirle ayuda, años antes de suicidarse. Quería que lo ayudara a ir a Suecia a trabajar en lo que creía era una industria que supuestamente poseía en el país escandinavo. Pero no era industria ni fábrica ni gran empresa, lo que tenía era una pequeña empresa personal, primero como vendedor de libros y luego como director de auto-escuela. Sus problemas eran diversos y complicados, como trabajador autónomo. Es posible que en la época en la que recibió la carta de su sobrino sufriera una de las tantas crisis sentimentales a causa de desaveniencia, deslealtad o incomprensión por parte de alguna pareja o por actuación propia. Por eso nunca le respondió. Pensó hacerlo, pero la idea o intención quedó archivada en su mente, como tantas otras cosas que siempre estaban pendientes, hasta difuminarse completamente. Cuando supo que el hijo de su querida hermana Sylvia se había quitado la vida tuvo remordimientos y se sentía culpable de ello. Pensaba que si le hubiese respondido y le hubiera explicado que no lo podía ayudar, por lo menos se habría abierto un canal de comunicación, con la esperanza de ayuda en el futuro. Pero el silencio absoluto pudo entristecer al muchacho y aumentado su conflicto interior, que lo llevó a tomar tan drástica decisión, aunque fuera mucho más tarde. A veces la indiferencia puede ser más dañina que una respuesta negativa. Por muy dura que fuera la respuesta siempre sería algo. Pero el silencio, la indiferencia, podía interpretarse como una estacada, como un ataque mortal, si existe inestabilidad emocional o algún tipo de enfermedad mental. ¡Qué ciego había estado! Pero no había sido la única vez que había tenido ese comportamiento. Muchas otras veces había guardado silencio cuando había surgido alguna polémica, cuando se le había solicitado ayuda o cuando era atacado injustamente, a veces por malos entendidos o por ignorancia, tanto propia como de sus antagonistas. 

Sumido en sus reflexiones y recuerdos creyó oír un ruido lejano. Intentó agudizar el oído, incluso intentó inclinarse hacia adelante o hacia un lado. Imposible, creía que ninguno de sus sentidos funcionaba ya. Se sentía como flotando en una nube. ¿Había llegado ya el fin?

Esta novela (o intento de novela) es autobiográfica y se basa en experiencias y vivencias reales. Muchos de los nombres que se mencionan también lo son. Algunos nombres se han cambiado y otros, simplemente no se mencionan, por respeto a su privacidad. Si bien hay escenas del presente y futuro que son ficticias o adornadas, las que pertenecen al pasado no lo son. Hay más de 50 capítulos escritos, que se irán publicando a través de muchas semanas, para dar paso a otras novelas o cuentos del mismo autor.

Continúa en el segundo capítulo.

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